El libro de Pascal Quignard que acabo de leer con el placer y la inquietud de siempre, ya había sido editado hace doce años por la Editorial Debate y consta de dos partes. La primera es un cuento, un cuento en el que la palabra que se necesita se escapa una y otra vez, y su falta (la falla, como dice Quignard) amenaza la vida entera y la felicidad de sus protagonistas. La palabra que escapa, la palabra que se tiene en la punta de la lengua, pero que huye, y con ella se lo lleva todo. Como a Fausto llevado por una nube, la palabra llevada por el olvido, amenaza. Es un cuento que me recuerda tanto a Goethe, como a ciertos pasajes de la Eneida o las pinturas negras de Goya. La segunda parte es un breve ensayo fragmentado, muy quignardiano, llamado El pequeño tratado sobre Medusa, sobre el origen del silencio y sobre la espera de la palabra que falta. Esta espera se llena de palabras: se escribe para convocar esta falla, esta ausencia, este vacío que nos puebla. Quignard no puede ser resumido, porque sus reflexiones nos llevan precisamente al punto en que el lenguaje es el que traiciona. Las palabras son buscadas infinitamente porque no pueden decir lo verdadero, lo inicial, lo que nos funda en esta vida y que comparece ante nosotros en forma de enigma, de misterio irresoluble. Eso que nos falta es siempre ausencia, nostalgia de lo que nunca podremos recobrar, de lo imposible que late dentro y fuera de nosotros y que no se deja asir jamás:
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Yo era aquel niño a quien apasionó el silencio. Era aquel niño que apostaba la totalidad de su vida en el esfuerzo de mi madre por recuperar un nombre del que tenía memoria mientras estaba privada de él. Me identificaba por completo con el movimiento de pensar de mi madre recorriendo con desamparo los canales y los caminos donde una palabra se había despistado. Más tarde me identifiqué con el padre de mi madre. AL hacerlo, lo único que hacía era justificar una identificación programada por mi madre antes de mi llegada al mundo, ya que los dos nombrecitos asociados a mi nombre propio eran sus nombres: Charles, Edmont. De niño me pareció que había que adquirir la sabiduría filológica, gramatical y romana de mi abuelo para llegar a ser el poeta que mi bisabuelo habría querido ser. Ambos habían enseñado en la Sorbona. Ambos habían coleccionado libros. Así es como habré absurdamente intentado desandar el tiempo. Eso es lo que me ha llevado hasta las orillas de Roma, lo que me ha llevado hasta las ruinas de Ur, llevado, en fin, hasta las más antiguas grutas de paredes silenciosas y cubiertas de inscripciones. Nuestras vidas son súbditas de extrañas tiranías que son errores. Es curioso observar que libros que he escrito han conocido el éxito desenterrando viejos fantasmas muertos desconocidos que llevaban consigo más porvenir que los vivos. Los libros son esas sombras de los campos. Yo era aquel niño precipitado en la forma de ese intercambio silencioso con el lenguaje que falta. Fui ese acecho silencioso. Me convertí en ese silencio, en este niño retenido, castigado sin salir, en la palabra ausente en forma de silencio. Esta depresión de niño tuvo lugar después de que nos mudásemos a LHavre, porque me separaba de una muchacha alemana que me cuidaba mientras mi madre estaba en la cama y enferma, a la que yo llamaba Mutti. Me convertí en mútico. Llegué a sepultarme en ese nombre, más querido aún que el de mi madre, y que por desgracia era una conminación. . Aquel no era un nombre en la punta de mi lengua, sino en la punta de mi cuerpo, y el silencio de mi cuerpo era lo único capaz de hacer presente, en acto, su calor. No escribo por deseo, por costumbre, por voluntad, por oficio. He escrito para sobrevivir. He escrito porque es la única manera de hablar callándose. Hablar mútico, hablar mudo, acechar la palabra que falta, leer, escribir, es lo mismo. Porque el desposeimiento fue el abra. Porque era la única manera de permanecer al abrigo en ese nombre sin exiliarme por completo del lenguaje como los locos, como las piedras, que son desgraciadas como ellas solas, como las bestias, como los muertos.
El caso es que Traven comenzó a publicar sus novelas a fines de los años 20, ya radicado en México. La segunda de ellas, El tesoro de Sierra Madre, lo catapultó a la fama, con una historia de ambición y desesperanza ambientada en las montañas de México. La versión cinematográfica de John Huston, estrenada en 1948, es una de las grandes películas que protagonizó Humphrey Bogart. Hasta la fecha, sus libros eran muy difíciles de encontrar, así que el rescate de Acantilado es sumamente bienvenido. Tras éste, anuncian El barco de la muerte, la primera novela de B. Traven (o la primera que publicó bajo ese seudónimo). 2ff7e9595c
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